No sé vosotros, pero después de tantos años, yo sigo recordando a mi maestra Aurora de primero de primaria como si fuese ayer. Y no la recuerdo precisamente porque me enseñara a leer, a escribir y las operaciones matemáticas. Me acuerdo más de ella por los abrazos que nos daba a todos los alumnos nada más entrar en clase. Nos llamaba uno por uno, nos decía que estaba muy orgullosa de nosotros, y nos dedicaba palabras de motivación.
Recuerdo también, que cada día, nos hacía cambiar de compañero de pupitre, y los diez minutos finales de las clases, siempre los utilizábamos a decir cosas buenas del compañero con el que compartíamos mesa. Ahora soy consciente de que la etapa educativa desde primero de primaria hasta tercero, fue la más maravillosa de mi vida. Y todo por los momentos que mi maestra nos regalaba sin pedir nada a cambio.
Obviamente, enseñar a leer y a escribir a los niños es una labor increíblemente importante. Pero desde mi perspectiva no es lo que deja huella a los alumnos. No es lo que se les queda grabado prácticamente para el resto de sus vidas. Después de mi maestra de Educación Primaria, no tuve más docentes que me regalaran momentos inolvidables hasta en Bachillerato. ¿Bachillerato? Os preguntaréis.
Pues sí, en esa etapa más dura que dura, mis compañeros y yo, nos topamos con María, nuestra tutora y profesora de Lengua. Una docente que nos conquistó desde el principio por su dulzura, por su motivación, por su escucha activa, por sus ganas de colaborar con los estudiantes y su compresión. Es curioso que desde primaria hasta bachillerato, no recuerde demasiado a todos profesores que he ido teniendo. Y de verdad que no os estoy mintiendo.
Ser maestro, no debería significar pasar sin pena ni gloria por las etapas educativas de los estudiantes. Cada docente, independientemente en el curso en el que se encuentre, debería aportar muchas cosas a los alumnos. Muchas cosas que van más allá de los contenidos académicos, de las asignaturas y de los exámenes. Ser maestro, debería significar tener un pequeño hueco en los corazones de cada alumno a los que se haya enseñado.
Creedme, una de las cosas más bonitas que le puede pasar a un docente es que un estudiante le reconozca después de los años. Y lo digo, porque hace unos días, en la cola de un supermercado, un niño de la Escuela Infantil en la hice las prácticas me reconoció al instante. Le dijo a su madre: “mamá, es Mel, mi profe de cuándo era pequeño”. Al salir de comprar, me estuvo recordando las actividades que preparé yo para mi última semana con ellos. Se acordaba a la perfección y fue increíble.
Desgraciadamente, hoy por hoy los estudiantes aprenden casi todo por memorización, y aunque lo recuerden al pasar los años, no es un aprendizaje bien asimilado. Hay otros muchos contenidos, que ni siquiera se acordarán cuando sean mayores. De hecho, muchos niños de primaria afirman que lo más destacable que han aprendido durante los cursos ha sido leer y escribir.
Y ya está. Obviamente, aprender a leer y a escribir marca un antes y un después en la vida de cualquier alumno. Está claro que eso, les abre un montón de puertas y les da acceso a un montón de conocimientos. Pero un estudiante de primaria debería destacar más cosas de su aprendizaje. Muchas más. Y ahí, desde mi forma de verlo es cuando la labor de cada maestro es increíblemente importante.
En los centros hay programaciones, hay unidades didácticas y hay objetivos y contenidos que seguir y conseguir. Eso puedo llegar a entenderlo. Pero es tarea del docente, utilizar nuevas metodologías para aplicar con sus alumnos, para motivarlos, y para despertar en ellos el interés y la creatividad. Los objetivos se pueden llevar a cabo igual a través del aprendizaje por proyectos, del aprendizaje cooperativo y del aprendizaje basado en juegos.
Se pueden llevar a cabo debatiendo y mediante las opiniones de cada alumno. Que un maestro se quede sentado en su silla, y se levante únicamente de ahí para explicar algo en la pizarra, y que únicamente tenga en cuenta los exámenes y las calificaciones, no va a inspirar ni a emocionar absolutamente nada a los estudiantes. Y es normal.
Pero, estoy segura, que esos profesores que se han esforzado cada día por dar lo mejor de sí mismos, que han sorprendido a los estudiantes, que han hecho del aprendizaje algo divertido e interesante, que se han implicado con los alumnos y sus familias, que han conocido, que han comprendido, que han intentado ayudar en las situaciones que podía hacerlo, que han escuchado a sus estudiantes.
Que les han tomado en cuenta, que han ido mucho más allá de los contenidos académicos e intelectuales, tendrán un pequeño espacio en el corazón y en la mente de los estudiantes. Sentarse en una silla con un libro de texto, no define ni mucho menos la profesión de los docentes de corazón y todo lo que hacen en su día a día. Ser maestro tiene que significar mucho más. Debería significar disfrutar de verdad de cada momento en el aula. Y sí, debería significar regalar momentos inolvidables a los alumnos.